En lo que va del 2025, Bogotá ha visto florecer múltiples convocatorias artísticas. Como en años anteriores, la política pública para el arte y la cultura sigue su curso, con becas semestrales para todas las expresiones de las artes y ofrecidas por las alcaldías locales, el Idartes y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, entre otras instituciones. Sin embargo, detrás de estos estímulos oficiales, artistas y gestores culturales enfrentan una realidad compleja, marcada por tensiones entre la legalidad y la legitimidad, entre lo que se considera "bonito" y lo que se tacha de "vandalismo".
En el marco de la Beca de Arte Urbano de Kennedy 2025, estas contradicciones salieron a flote. Los participantes debían gestionar permisos con dueños de fachadas para realizar sus intervenciones, un requisito que, si bien busca ordenar la práctica, también revela un conflicto latente: la dificultad de conciliar la naturaleza espontánea del arte callejero con las normas formales. Desde nuestro medio, tuvimos la oportunidad de trabajar con los artistas Lesivo y Mortuxx Ink en la fachada de la fábrica de confección Tavis, en Kennedy Central. Allí, compartimos con los trabajadores la técnica del stencil y dialogamos sobre sus percepciones del arte urbano. Surgieron preguntas incómodas pero necesarias: ¿dónde trazar la línea entre expresión legítima y delito? ¿Quién define lo que es "bonito" en el espacio público?
Estas preguntas no son nuevas. Prácticas como el graffiti y el stencil han construido, a lo largo de los años, un ecosistema global que combina libertad de expresión y crítica social. Sin embargo, en Bogotá, la estigmatización hacia los jóvenes que las practican sigue vigente. Casos como el de Diego Felipe Becerra, el joven grafitero asesinado en 2011 por un agente de policía, cuyo crimen fue inicialmente encubierto, nos recuerdan que la violencia estatal y social contra estos artistas es una herida abierta. Hoy, mientras la ciudad promueve eventos como la Bienal Bogotá 2025 bajo el lema "Ensayos de la Felicidad", en barrios como Bosa, jóvenes como Camilo y Camila —integrantes de la comunidad cultural "El Bicho"— son asesinados en medio de disputas territoriales, a pesar de haber resistido con arte, hip hop y organización social.
La paradoja es evidente: por un lado, se incentiva el arte urbano a través de becas; por el otro, persiste la criminalización de sus cultores. La imagen del "joven vandalizador" opaca el potencial transformador de estas expresiones y dificulta entenderlas como lo que son: herramientas de construcción de memoria, denuncia e identidad. Por eso, hoy más que nunca, se necesitan espacios de diálogo donde la comunidad, los artistas y las instituciones puedan conversar sin prejuicios. No se trata solo de pintar muros, sino de revitalizar el territorio desde la cultura, resignificar la memoria de quienes, como Diego Felipe, Camilo y Camila, han pagado con sus vidas el derecho a expresarse, y construir, entre todos, una ciudad donde los jóvenes no sean vistos como una amenaza, sino como agentes de cambio.
La pregunta sigue en el aire: ¿estamos dispuestos, como sociedad, a dejar de asociar el arte urbano con el caos y empezar a verlo como un lenguaje legítimo que habla de lo que somos, lo que sentimos y lo que anhelamos? La respuesta no está en un decreto, sino en nuestra capacidad de escuchar lo que las paredes de Bogotá llevan años tratando de decirnos.
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